Nueve son, según dicen, los círculos celestes: las estancias o cielos que nos esperan en un futuro viaje al paraíso. Por eso Mario Fabelo ―al resacralizar a ese cubano mayor que otros artistas desacralizan hasta por moda― fijó en nueve la suma de piezas que nos ofrece hoy. Se trata de nueve señales del paso de José Martí por un camino de ascensión perenne.
Para quien ha pintado tantas veces al Apóstol, hubiese resultado fácil completar diez, la vulgar cifra redonda; pero este creador nunca hace concesiones a las encarnaciones convencionales de la perfección.
El pintor, escultor, instalador, ceramista, muralista ―habitualmente ajeno a los salones y concursos― da en la presente exposición una prueba terminante de su madurez expresiva, de su estatura insoslayable en el actual panorama de la plástica nacional.
Años atrás, a propósito de una muestra colectiva en Ottawa, precisamente con el Maestro como tema, el crítico Antonio Pérez Santos destacó las «figuras rotundas» de Fabelo, perfiladas sobre homogéneos fondos. Comentó cómo él «recorre toda la gama de los ocres, sienas y sepias, apastela para difuminar y buscar brillantez, siempre lejos de los colores puros». Y que su línea «se desplaza desde trazos cortantes y bruscos hasta otros gráciles y tenues, de acuerdo con las necesidades expresivas». Juicio que se corona con una precisa conclusión: «Pintor de muchos Martí, hermosos cuadros y antídotos eficaces contra el mal común de los hombres y las sociedades».
El mismo artista, más dueño de sus armas, hoy nos convida a esta aventura de «Buscando el sol».
Qué fiesta verlo, en su taller, dibujar a dos manos, alternar pincel y espátula, raspar la capa de pigmento, despellejar el rostro que suponíamos logrado, desterrar vanos hedonismos. Y regalarnos en cada jornada un nuevo retrato del prócer irrepetible.
En ellos hay un poco de ese impresionismo que el Maestro comprendió tan pronto y mucho más de un expresionismo no áspero ni chocante sino dulce y natural.
Obra: “A la vuelta del trabajo”
A la vuelta del trabajo es la dura, telúrica instantánea de Martí como obrero. Parece sorprendido a la salida de un hipotético taller o mina o fábrica. Ello recuerda la definición martiana de los pueblos como trabajadores que, al retornar de su faena, traen por fuera cal y lodo, pero el corazón lleno de virtudes. Es llamativo en esta pieza el abandono de la habitual parquedad del autor en el uso de los colores cálidos: ahora permite que su héroe nade en el rojo de la pasión y de la sangre. Mientras, en Al sol voy, nos convida a una apoteosis del oro, símbolo cuyas connotaciones explotó tantas veces en literatura quien fue, por excelencia, nuestro rey midas de la palabra. Y a la vez nos ofrece el único icono al que todo cubano reverencia.
En Días de sombra retumba la afirmación del Maestro en uno de sus dramas: «Hay días de sombra y de sospecha» que nos toca vivir a los humanos. Incluso a él. Pero este Martí escultórico, macizo, se levanta desde el oscuro siena: la figura se rebela contra el fondo. Sucede lo contrario que en Nobleza, la obra donde casi volvemos al blanco sobre blanco de Malévich: el ser se purifica a través de un sendero luminoso, acaso porque, como advierte una crónica martiana, «las noblezas dan luz».
Al pintor, en Martí Superstar, no le importa que cuando el Delegado fue ascendido a mayor general, correspondían al grado solo dos estrellas. Le pone cuatro y aún le parecen pocas, pues no se trata de un realista acatamiento de las ordenanzas militares: es que la estrella que ilumina y mata, la de los Versos libres, se multiplica en la manigua, cuando el pueblo le llama presidente. Pero esta vez los astros no circundan el rostro del líder, como en una pieza de Ever Fonseca, de 1973, sino se agrupan sobre el hombro que soportaba el peso de toda una nación.
Patria, palabra predilecta del cubano más alto, sirve de título a un lienzo donde se parodia El triunfo de la patria, de Armando García Menocal. Ese Martí ―que ya era ingrávido en la pintura de Rancaño y de Oliva― flota en el cielo, mientras sostiene en una antorcha el fuego prometeico. Sigue alumbrando desde el porvenir.
Obra: “Cuba es mi cielo”
«Cuba es mi cielo» le confesó el poeta a su amigo Sauvalle, en verso del que otro cuadro toma el título. Allí lo hallamos, quijotesco, intentando alcanzar esa utopía que aún se adivina en las alturas. Un niño lo acompaña, es decir: todos los compatriotas de su futuridad.
Sobre mi hombro nos propone al padre que ahora no carga a su Ismaelillo sino a un simpático querubín, por cuyos ojos está obligado a observar el universo. Pieza de extraordinaria carga lírica, hermana de otra (Ángeles cuchicheando) que actualiza una anécdota fantástica del imaginario insular: cuenta el mejor alumno de Mendive que, entre sus condiscípulos se sentaban querubes, bordando, cuchicheando y aprendiendo de historia.
Ángel, oro, bandera, estrella y ala ―emblemas de elevación― van y vienen por estas nueve piezas.
Aquellos ángeles que, en Carlos Enríquez, eran muchachas transparentes que secuestraron en Dos Ríos al mártir desde su montura, se comportan ahora como güijes, de tanto que Mario Fabelo los cubanizó: lo mismo usan un sombrero criollo que rumoran a los oídos del Apóstol usando las trompetas de la victoria… El oro se redondea y se convierte en el sol mismo… La bandera, que el artista retoma sin temor al cliché, también se vuelve circular sinónimo de lo perfecto, tanto que al fin deviene aureola.
La aureola, por supuesto, es atributo de los santos. Pero no fue Mario Fabelo sino Ezequiel Martínez Estrada quien proclamó la santidad como rasgo notable de aquel hombre. No fue Mario Fabelo sino un cubano de seis años quien salvó un busto del héroe al paso de un huracán.
A fin de cuentas, nada más legítimo que alejar al Apóstol del fango, la vulgarización y las manipulaciones: entronizarlo en ese reino espiritual donde jamás se agotan las reservas de fe en una definitiva salvación.
No nos brinda Fabelo un Martí herido, como hizo Juan Francisco Elso en aquel inolvidable Por América, de 1986, sino sereno y purificado, que ya venció, en su vía crucis, todas las estaciones del dolor. Sin embargo, cuando vagamos confiados por esa placidez, el pintor nos lo afinca en el suelo, para que hurgue en lo infinito, o nos lo vuelve un proletario hecho de tierra. Porque este artista ama el contraste tanto como renuncia a la obviedad.
Así ganó el derecho de redescubrirnos al Homagno en tres dimensiones: la íntima, la anecdótica y la simbólica.
El Martí íntimo cierra los ojos en un cuadro; en otro se los deja tapar dulcemente. Pero en el resto mira: deja fluir una corriente de bondad hacia nosotros. El anecdótico sale tiznado de un taller. El simbólico alza su cabeza en el centro de un círculo, así como su pensamiento está en el núcleo de un planeta soñado por los justos.
Gracias a Mario Fabelo, y a su depurado oficio, nos reafirmamos en la convicción de que ―teniendo a Martí― no ha de faltarnos asidero para enfrentar la frustración y la rutina. Gracias a Mario Fabelo vivimos un instante de felicidad al convertirnos en quien salva una efigie del héroe en un ciclón: el mismo niño que mira al cielo de Cuba mientras aprieta la mano iluminada de José Martí.
Tomado de Instituto Internacional José Martí