El día 13 de agosto de 1898 se firmó en Washington el protocolo que suponía el alto al fuego en el Caribe y la renuncia de España a Cuba y Puerto Rico. De acuerdo con su artículo cuarto, los vencidos se comprometían a evacuar “inmediatamente” las islas bajo soberanía española en las Antillas occidentales.
La repatriación se había iniciado el día 8 de agosto, cuando zarpó de Cuba el Alicante, que llegaría al puerto coruñés el día 23 del propio mes. Sin embargo, la urgencia norteamericana por la salida de los españoles, que se plasmó en la fecha límite del 1º de diciembre de 1898, no logró evitar los retrasos y hubo por último que acordar como fecha final el 1º de enero de 1899.
La repatriación demostró ser una operación muy complicada. Tenían que regresar las numerosas fuerzas militares desplegadas en Cuba, que superaban en principio los 200.000 hombres. A esas tropas había que sumar la guarnición española en Puerto Rico, que en 1898 ascendía a 5.500 hombres. Además, se suponía que un número indeterminado de civiles, en su mayoría peninsulares, deseaban abandonar las islas, bien por tratarse de cargos políticos y funcionarios que querían regresar, bien por el temor a represalias de los rebeldes, aunque este último no fue motivo válido.
Los portavoces del independentismo cubano, reiteraron una y otra vez, que la guerra no había sido entre pueblos, sino un conflicto entre la nación cubana y el Gobierno de España. Por ello, no solo la inmensa mayoría de los peninsulares residentes en Cuba y Puerto Rico decidieron quedarse, sino que todo apunta a que un elevado porcentaje de los oficiales y soldados enviados al Caribe, decidieron hacer lo mismo.
Pese a que la ausencia de un éxodo masivo y las deserciones entre las tropas limitaran las dimensiones de la repatriación, algunos cálculos apuntan a cerca de 236.000 personas. La Compañía Transatlántica –que movilizó 51 buques, 23 de ellos extranjeros– no tuvo capacidad para cubrir la totalidad de la demanda. Diversas navieras de otras nacionalidades participaron por su cuenta o por encargo público en el transporte.
La improvisación de toda una flota tuvo consecuencias muy negativas para sus pasajeros. Un alto número de los soldados padecían enfermedades como el paludismo, la disentería o la tuberculosis, además de hallarse muy extendida la sarna.
Los barcos, que no disponían en general de servicios hospitalarios ni de personal médico suficiente, y que además debían acoger cifras de viajeros muy superiores a las habituales, convirtieron la vuelta en una penosa travesía para los más, y en la última para unos 4.000 hombres, que fueron arrojados sin demasiada ceremonia al océano.
Las escenas descritas por algunos protagonistas –que hablaban de agua transportada en la boca por los enfermos menos graves para saciar la sed de los que no podían levantarse– y sobre todo los espectáculos que presenciaron los habitantes de los puertos de mar, y que transmitió la prensa por medio de crónicas, fotos y dibujos, era dantescos.
Por ello, el Gobierno trató de restar publicidad a la repatriación, manteniendo de modo estricto las cuarentenas en barcos y lazaretos, organizando de modo discreto los viajes por tren y evitando las recepciones masivas en las estaciones de llegada. Pero las precauciones fueron inútiles e incluso contraproducentes.
No solo se extendieron pronto las noticias sobre las deficientes condiciones sanitarias e higiénicas de los ejércitos ultramarinos durante la contienda, que de hecho fueron mucho más mortíferas que las tropas enemigas, y sobre el hacinamiento y la falta de condiciones de los barcos de regreso, sino que la ausencia de gestos públicos para los combatientes repatriados se interpretó como una afrenta consiente.
De ahí que se sucedieran las manifestaciones e incluso los mítines al paso de trenes o al arribo de buques, que se multiplicaran las quejas por la “ingratitud” de las autoridades hacia los que, no disponiendo de los 6 mil reales que permitían escapara al servicio militar, habían ido a defender los territorios coloniales. La escasez de la paga que recibieron los soldados al licenciarse, 20 pesetas, y la pensión mensual que les fue asignada (7,50 pesetas) cuando el jornal medio rondaba las 2,50 pesetas y los retrasos con que una y otra fueron abonadas, fortalecieron la impresión de que nada se quería saber de los hasta entonces glorificados defensores de la patria.
El contraste con el fabuloso negocio que para la Compañía Transatlántica supuso, la evacuación no venía precisamente a atenuar la sensación de injusticia y desigualdad, y en las algaradas que se sucedieron entre 1898 y 1899, la figura del soldado enfermo y abandonado a su suerte sería reiteradamente recordada.
Tomado de Patria Nuestra