Por. Gustavo Robreño Díaz
Es posible, que en ninguna otra región del mundo existan vínculos tan estrechos entre un grupo de naciones como en Centroamérica. Algunos han llegado a afirmar, incluso, que las naciones centroamericanas no están aún preparadas para desarrollar procesos políticos independientes.
La realidad es que la identidad histórica y cultural entre sus pueblos es tan poderosa, que aún hoy cualquier cambio relevante en uno de ellos tiene impacto, en mayor o menor grado, en el resto.
Un traspatio natural.
A diferencia de Sudamérica, la independencia centroamericana no fue la gesta de grandes ejércitos libertadores que se enfrentaron a la metrópoli, sino fundamentalmente resultado del derrumbe del sistema colonial español.
La posición geográfica de Centroamérica ha sido la causa fundamental de que varios poderes imperiales, a través de la historia, se diputaran su dominio.
A partir del surgimiento de Estados Unidos como nación independiente, en 1776, formó parte de los lineamientos de su política exterior garantizar la hegemonía sobre lo que, desde entonces, consideraron su “traspatio natural”.
El establecimiento de compañías norteamericanas, fundamentalmente bananeras, fue el punto de partida para ejercer un férreo control sobre la economía y la política de la región que, aunque con diferente matiz, mantiene hasta hoy.
El control de Washington sobre Centroamérica se materializó en la imposición de gobiernos títeres, afines a sus intereses, y no vacilaron para ello en el empleo de la fuerza militar, como fueron los casos de Guatemala 1954, República Dominicana 1965, Granada 1983 y Panamá 1989.
Los agudos conflictos sociales que sacudieron América Central en la década del 60 llevaron a los militares a asumir un papel protagónico en la región.
En un pretendido esfuerzo por coordinar operaciones entre los ejércitos de la región, a instancias de Estados Unidos, se crea en 1962 el Consejo de Defensa Centroamericano (CONDECA), que la guerra entre El Salvador y Honduras, en 1969, convirtió en inoperante.
Como era de esperar, los gobiernos castrenses no fueron capaces de contener el creciente auge del movimiento revolucionario, por lo que Estados Unidos diseñó un modelo conformado por representantes de la oligarquía nacional que siguiera al pie de la letra sus designios.
El sostenimiento de los gobiernos significó para Estados Unidos el aumento gradual de la ayuda económica y financiera a Centroamérica, la modernización de sus Fuerzas Armadas, así como la creación de aparatos represivos capaces de enfrentar cualquier Brote revolucionario.
Sin embargo, la victoria sandinista de julio de 1979 no solo transformó radicalmente la sociedad nicaragüense, sino que alteró la correlación de fuerzas a nivel regional y obligó a Estados Unidos a readecuar su política hacia Centroamérica.
Las cifras de la militarización centroamericana son elocuentes: en 1980, los ejércitos de la región, en su conjunto, sumaban 67 mil efectivos; para 1987, esa cifra llegó a ser de 188 mil hombres.
En 1985 la asistencia norteamericana para Centroamérica totalizó mil 433 millones de dólares, 500 de los cuales estaban vinculados a la esfera militar.
Se excluyen de ese monto las maniobras conjuntas, al final de las cuales muchos de los medios y equipos empleados quedaban en el país anfitrión, lo que constituía una manera de aprovisionar gratuitamente los ejércitos locales con helicópteros artillados, lanchas patrulleras, etc.
Honduras: trampolín y base militar.
Es en estas circunstancias que comienza a delimitarse el papel que Estados Unidos asignó a Honduras en la política regional, con la complicidad de la clase dominante y los gobiernos locales, que era servir de “muro de contención” a la revolución en el área.
Honduras se convirtió así en el centro de la actividad desestabilizadora de Estados Unidos contra Nicaragua, dando cobija en su territorio a las bandas contrarrevolucionarias que operaban contra el gobierno sandinista.
Se calcula que “la contra” nicaragüense llegó a tener hasta 12 mil efectivos en territorio hondureño, diseminados a lo largo de todo el perímetro fronterizo.
Ello implicaba necesariamente el reforzamiento del ejército hondureño y el incremento de la presencia militar norteamericana en ese país, lo que trajo aparejado una militarización de la sociedad, a la que se dedicaron todos los recursos estatales.
Para 1983 Honduras se había transformado en una gigantesca base militar norteamericana, cuyos gastos bélicos habían aumentado en un 100 % y la cantidad de hombres sobre las armas aumentado, de 14 mil 249 en 1979, a casi 30 mil en 1983.
El enorme programa de militarización, que incluyó la formación de oficiales en escuelas norteamericanas, provocó un estancamiento de la economía, a partir de un retraimiento de la inversión, el crecimiento de la deuda externa, reducción del nivel de vida y aumento del desempleo.
El gasto público no pudo ser contenido, ya que la mayor parte del presupuesto del estado se destinaba al sector de la defensa y al fortalecimiento de los cuerpos represivos.
Conjugados estos factores con el crecimiento experimentado en la población, produjeron un ahondamiento en las diferencias existentes en la distribución del ingreso a nivel de la sociedad en su conjunto, convirtiéndolo en uno de los países más pobres del hemisferio.
En estos momentos Estados Unidos cuenta en Honduras con la infraestructura necesaria – aeródromos, depósitos de combustible, vías de comunicaciones, hospitales, etc. – para apoyar el despliegue de sus tropas en cualquier punto de la geografía centroamericana.
Estados Unidos pretende así afianzar su hegemonía en Centroamérica y a pesar de la retórica encubierta que la acompaña, está dispuesto a no desestimar la opción militar, si ello fuera necesario.
Tomado de: Patria Nuestra